por Pablo Bustinduy para Público
Para quienes se resisten a participar del festival de elogios que acompaña el adiós de Angela Merkel, su despedida tiene algo profundamente incómodo. Hace apenas unos años Merkel personificó la imposición sobre el sur de Europa de un orden de austeridad -implacable, inútil, cruel- cuyos efectos seguimos pagando casi una década después. Fue ella quien articuló aquella fábula moral que distinguía entre santos y pecadores, frugales y derrochadores, austeros e irresponsables, con la que se camufló una gigantesca operación de rescate para los capitales del norte de Europa que habían quedado entrampados en la burbuja especulativa que acababa de estallar. El reverso de aquella falsa caricatura era la asfixia planificada de los países del sur, que terminaron pagando la factura de la crisis con un extraordinario ajuste económico y social y el desbaratamiento de los horizontes de vida de una generación entera. Por encima de la frialdad anónima de la Troika, nadie dudaba quién llevaba los mandos de aquella operación: era Merkel quien llamaba por teléfono para dictar nuestras reformas de la Constitución.
Apenas unos años después, sin embargo, sucede algo extraño. Desde el sur miramos a Merkel con un cierto aturdimiento, como si aquello que ha llegado a representar después difuminara el recuerdo de aquellos días. Seguro que en esa percepción influye una maquinaria hagiográfica que la ha encumbrado mil veces como líder de Occidente. Merkel tiene 17 doctorados honoríficos. “Madre de la patria“, la llamaban en una reciente campaña publicitaria para despedirla que firmaba, en un sublime ejercicio metafórico, una empresa de trabajo temporal. Otra compañía alemana ha fabricado un osito de peluche con su aspecto para homenajearla en la hora de su salida. Pero por poderosa que sea esta campaña de idealización, no creo que se trate solo una cuestión de imagen pública. En estos años hemos cambiado también nuestra mirada, y ha cambiado la forma en que la percibimos.
Claro que hay razones para ese cambio, y a menudo se citan tres. La primera tiene que ver con los valores, y es de orden humanitario: mientras Europa se llenaba de alambradas, Merkel abrió las fronteras de Alemania para acoger un millón de refugiados en 2015 (Wir schaffen das! dijo al país, algo así como podemos hacerlo). La segunda es de orden republicano y democrático: mientras los conservadores del continente flirteaban de forma suicida con la extrema derecha, Merkel impuso un aislamiento férreo de AfD, y disciplinó severamente a su partido para evitar cualquier deriva nacionalista o la patrimonialización partidista de los símbolos del país. La tercera razón obedece precisamente a la política europea: en respuesta a la crisis de la pandemia, Merkel se desmarcó nítidamente de, ejem, la Merkel de 2015, para romper el tabú de la mutualización (“no habrá eurobonos mientras yo viva“, declaró entonces) y apoyar el plan de recuperación y la emisión de deuda europea.
Cada uno de estos hechos es relevante. También lo es que ninguno sea tan nítido como parece. Merkel acogió a un millón de refugiados en 2015, pero inmediatamente después impulsó un acuerdo con Turquía para transferirle a Erdogan 3.000 millones de euros a cambio de que retuviera a los refugiados en su país, a menudo en condiciones invivibles (es lo mismo que hace la UE con Marruecos, o con Libia, o con tantos otros países: es la política de migraciones europea). El cierre de la ruta de los Balcanes, además, hizo que el Mediterráneo se convirtiera en la única vía de acceso al continente, lo que ha costado más de 15.000 muertes y la consolidación de la mafia como principal mecanismo de gestión de flujos migratorios en nuestra periferia sur. Recientemente, en unas declaraciones que no sorprenderían en boca de Le Pen, Merkel avisó de que no hay lugar en Alemania para quienes no compartan los valores cristianos. Hay muchos más datos, pero estos bastan como matiz.
Es igualmente loable que Merkel, a diferencia de tantos otros líderes conservadores en Europa, decidiera aislar a las fuerzas de extrema derecha de la política nacional. Se ha revelado además una táctica tremendamente efectiva, que le ha permitido atraerse apoyos parlamentarios y contener primero, y reducir después, el ascenso que parecía meteórico de Afd. Pero nos equivocaríamos si, proyectando nuestro infortunio de aquí en la política de Berlín, concluyéramos que se trata de una posición sin matices. Al tiempo que aislaba a AfD, Merkel ha sido en estos años el principal apoyo de Viktor Orban en la política continental; fue ella quien le mantuvo en el seno del Partido Popular Europeo y de su grupo parlamentario en Estrasburgo, y quien una y otra vez descafeinó o dificultó los intentos de censura o control del gobierno húngaro, hasta que ha sido demasiado tarde. ¿Por qué haría Merkel algo así? Por una razón sencilla: Hungría es una zona productiva a bajo coste de interés esencial para las grandes industrias alemanas, en especial la automotriz. El papel de Orban en la política europea no se explica sin ello.
Esta ambivalencia se extiende también al resto de su política europea. Merkel inclinó la balanza del lado del plan de recuperación, disciplinando al grupo de países ahora llamados “frugales” (sería más preciso llamarlos rentistas, y a alguno de ellos, defraudadores fiscales) para que aceptaran cosas que hace unos años parecían imposibles: la emisión de deuda conjunta, una política de transferencias fiscales a los países del sur, la suspensión de las reglas de estabilidad y del cepo presupuestario heredado de Maastricht. Merkel ha prometido una y mil veces que se trata de una iniciativa excepcional, debida exclusivamente a la crisis de la pandemia, que no perdurará en el tiempo ni dará lugar a una unión fiscal permanente (algo que dependerá de lo que suceda en estas elecciones, y de los equilibrios políticos futuros en Bruselas). A pesar de todas sus limitaciones, de todos los problemas y la incertidumbre que acarrea un plan a todas luces insuficiente, su mera existencia ha sido celebrada como una demostración del pragmatismo y la flexibilidad de la Merkel. Claro que el reverso de esas celebraciones es un diagnóstico ineludible sobre la política macroeconómica impuesta por la canciller en la última década. La austeridad fue un proyecto miope, erróneo e inhumano desde todas las perspectivas salvo una: la del interés económico y político de Alemania. Hoy, incluso desde esa perspectiva es un proyecto fallido.
La austeridad no solo fue un paradigma económico. También fue un proyecto de reforma política de Europa. Detrás de la retórica tecnocrática, detrás del aleccionamiento moral, detrás de la soberbia y los golpes palaciegos para deponer gobiernos democráticamente elegidos, había una visión política de conjunto. Se trataba de utilizar el colapso del sistema financiero primero, y de la unión monetaria después, no para democratizar el proyecto europeo, ni siquiera para corregir los evidentes fallos en el diseño monetario y fiscal de la Unión, sino para disciplinar a las periferias europeas y convertirlas en meros satélites productivos del gran centro financiero e industrial alemán. Desprovistos de soberanía económica, obligados a reformar sus constituciones, los países del sur debían convertirse en market-conforming democracies, una frase repetida hasta la saciedad por Merkel. Como vimos en el caso griego, esto quería decir literalmente: podéis seguir votando y jugando a ser soberanos, pero la economía ya no os pertenece a vosotros.
Este sistema de mando, por supuesto, otorgaba a Alemania una posición hegemónica indiscutible. El problema es que, contra lo que llegamos a interiorizar incluso desde el sur, esa primacía no se debía a las virtudes alemanas, ni a su ética del trabajo, ni a su capacidad de gestión (es exactamente al revés: los bancos alemanes estuvieron entre los máximos responsables de la crisis financiera europea; la principal diferencia con los nuestros es que a los alemanes también los rescatamos nosotros). Alemania se financia casi gratis gracias a la unión monetaria, y se beneficia de un euro barato para abastecer sus exportaciones; las políticas del BCE, la lógica de las reglas de estabilidad y del pacto fiscal, están orientadas a mantener y consolidar un statu quo que ha sido artificialmente sostenido en perjuicio de nuestros intereses. Cuando Merkel impuso a las periferias destrozadas por la crisis un proceso interminable de devaluación interna —sin restructurar deudas, sin transferencias fiscales, sin margen para cualquier tipo de política contracíclica— estaba imponiendo conscientemente el desmantelamiento de sus sistemas sociales para reforzar esa posición de mando. Políticamente, la austeridad era eso.
¿Qué ha pasado para que Merkel haya girado el volante? Ha sucedido que ese proyecto ha fracasado por razones internas y externas. El proyecto del nuevo mercantilismo alemán se reveló desde el principio como una ensoñación: la idea de un mercado sin ciudadanía, de una globalización desprovista de política, crujió bajo el peso de una sucesión de crisis existenciales —el euro, los refugiados, el Brexit, el trumpismo, la pandemia— y ya no existe siquiera en la cabeza de los halcones alemanes (lo intentarán de nuevo, pero tendrán que inventarse otra forma). Como consecuencia de ello, Merkel ha llevado a Alemania a un callejón geopolítico sin salida. Su idea de una Europa tecnocrática gobernada desde Frankfurt y Berlín, férreamente asociada a los Estados Unidos, pero con margen para distribuir juego en las relaciones con Rusia y con Pekín (de nuevo: para mantener la primacía exportadora de Alemania), se ha visto entrampada en esta fase de desorden de la globalización, que le ha reducido los espacios y le ha hecho pagar la poca estatura geopolítica que la UE debía mantener según el propio diseño alemán.
Merkel deja su país en una posición paradójica: doblemente dependiente de China, a la que sus exportaciones de tecnología y bienes de producción han reforzado hasta convertirla en un competidor, y de Rusia, cuyo gas es —por obstinada voluntad de Merkel— esencial para su abastecimiento energético futuro. Desnortada por el repliegue táctico de los EEUU, decididos a abdicar de su mando imperial para reforzar la competición con China, Berlín es hoy líder hegemónico regional pero sin visión geopolítica ni medios para realizarla. Sus múltiples déficits internos —con graves carencias en infraestructuras, digitalización, o transición energética— hacen que su apuesta por el proyecto austeritario se haya revelado, finalmente también para ellos, como una apuesta cortoplacista, contraproducente y fallida.
A la vista de su legado, cabe preguntarse por qué miramos a Merkel así. ¿Por qué tanta gente proyecta ahora en ella una mirada casi melancólica? Sin duda, Merkel aparece en su despedida como representante de unos valores —prudencia, sentido común, orden, normalidad— que se corresponden exactamente con lo que nos falta. Merkel en cierto modo expresa el anhelo de lo que a mucha gente le gustaría tener y no tiene: certidumbre, sosiego, esa especie de previsibilidad que viene de la mano del pragmatismo y de la razón. Es el mismo instinto que hoy lleva a buscar certezas en la nostalgia o en el pasado, aunque ese pasado esté lleno de fantasmas de los que, precisamente, nos queríamos librar. Ese instinto expresa el final de algo, de un futuro imaginable que no se hizo realidad, pero nos vuelve miopes ante lo más importante: un ciclo geopolítico desordenado, que se nos viene encima tan removido como carente de épica. Quizá ese sea el mayor logro del legado político de Merkel: haber asfixiado el anhelo democrático que bajo su mando sacudió Europa.