Por Rogério Tomaz Jr.
Es necesario reconocer que la ascendente aprobación del gobierno de Bolsonaro – anticipado por la Revista Fórum el 23 de julio y confirmado por Datafolha el 13 de agosto – es un tanque de agua fría en la cabeza de quienes hacen verdadera oposición al fascismo que ganó las elecciones de 2018.
Una vez dicho esto, es necesario identificar y analizar con precisión los factores que construyeron este escenario. Caer en el autoengaño pesimista o el lamento inmovilizador, como parece querer (todavía) gran parte de la izquierda brasileña, no puede ser una opción en el momento actual.
Razones objetivas
Entre varios elementos posibles, dos razones objetivas – señaladas tanto por Forum como por Datafolha – parecen estar entre los principales factores que provocaron la recuperación de la popularidad de Bolsonaro.
Primero, el pago de la ayuda de emergencia de R$ 600 por la pandemia del coronavirus. Aunque la propuesta inicial del gobierno era de solo R$ 200 y el Congreso triplicó el monto, la percepción final entre la población favoreció a quien firma el cheque.
A esto se suma la conversión – temporal o no, poco importa – de Jair Bolsonaro a un perfil más moderado en cuanto a sus manifestaciones públicas. En otras palabras, el auténtico Bolsonaro se ha convertido en un Bolsonaro comedido y esto ha disminuido en gran medida los problemas que solía causar para él mismo, para el gobierno y para sus aliados del proyecto ultraneoliberal.
Si esta conversión fue causada por la detención de Fabricio Queiroz o por presiones de la derecha tradicional (PSDB-DEM), con Rodrigo Maia y el “centrão” a la cabeza, o por estas dos razones en conjunto, es motivo de especulación que no cambia los resultados de las encuestas.
Naturalización del fascismo y el odio
Detrás de estas dos razones objetivas hay dos procesos históricos que también explican el hecho de que Bolsonaro nunca haya tenido menos del 30% de valoración positiva (excelente y buena) en sus casi 20 meses en el cargo.
Uno de estos procesos es la naturalización (o normalización) de Jair Bolsonaro – y los ideales fascistas que representó y sigue representando – a lo largo de 30 años de vida pública como concejal y diputado nacional. Esto ocurrió tanto en el Parlamento como en los principales medios de comunicación.
Con sus pares en silencio frente a alguien que defendió la disolución del Congreso, sostuvo que la dictadura debió realizar el asesinato por pelotón de fusilamiento del entonces presidente Fernando Henrique Cardoso, perseguió, ofendió e incluso agredió a sus opositores a lo largo de su trayectoria, además de manifestar racismo, machismo y homofobia en innumerables ocasiones, Bolsonaro se sintió libre de subir el tono hasta llegar a rendir homenaje al torturador Ustra en la votación para abrir el juicio político contra Dilma Rousseff, en abril de 2016.
En cuanto a la prensa, Bolsonaro fue primero ignorado por Rede Globo y otros vehículos de los medios dominantes en Brasil. Como se decía en los pasillos del Congreso, era un “excéntrico” ávido en busca de reflectores que conseguía mediante la producción de operetas.
Desde la “fake news” del “kit gay” (2011) y la alianza con diputados evangélicos y ruralistas – armada por Eduardo Cunha en el ámbito de la Comisión de Derechos Humanos y Minorías de la Cámara – para erosionar la base de gobierno, Bolsonaro pasó a ser utilizado como un instrumento de doble uso: por un lado, sirvió para atacar al PT y al gobierno de Dilma; por otro lado, “el diputado más polémico de Brasil” (palabras de Marcelo Tas, presentador del CQC brasileño) sirvió para incrementar la audiencia televisiva (es decir, aumentar los ingresos de los sponsors) de programas amarillistas que, no sólo convirtieron al ex capitán en una figura conocida del grande público, sino que lo naturalizaron como “apenas” un sujeto que dice lo que piensa y que, eventualmente, es grosero y agresivo.
Y la naturalización del fascismo encontró un encaje perfecto en el otro proceso histórico que protege a Bolsonaro de valoraciones más negativas por parte de la sociedad: el odio antipetista.
Gestionado desde la creación del Partido de los Trabajadores en 1980, este odio alimentado diaria y sistemáticamente por los medios hegemónicos se intensificó mucho desde 2003, cuando Lula asumió la dirección del país.
Los que tenían 14 o 15 años en ese momento, ahora tienen más de 30. Esto significa que Brasil tiene toda una generación de adultos jóvenes que sólo recibieron información sobre política – considerando la adolescencia como el momento en que las personas toman decisiones más claras en términos de cosmovisión e ideología – teniendo el PT como escaparate para tirar piedras.
Para estas personas, el PT no es un partido político que, como la mayoría de los partidos, tiene posiciones y propuestas para distintos ámbitos de la vida social, pero también tiene problemas de corrupción en la gestión pública (y menos aún que otros partidos de la misma dimensión). Para ellos, que salieron a las calles entre 2013 y 2016, el PT es una organización criminal porque eso es lo que siempre les han dicho Rede Globo, Veja, Estadão y la mayoría de los columnistas de otros medios dominantes.
Si el PT es una organización criminal, en un país donde “bandido bueno es bandido muerto”, es obvio que “todo vale” para deshacerse de estos “criminales”. Incluso vale la pena ser un agente público corrupto, como lo demuestran los fiscales federales y policías de la operación Lava Jato – la mayoría de los cuales, dicho sea de paso, están en esa generación que descubrió la política con el PT en el gobierno.
Tampoco la milicia daña…
La inoculación del odio antipetista como elemento estructurante de la política brasileña en el siglo XXI es un proceso tan efectivo que ni los vínculos explícitos de la familia Bolsonaro con el crimen organizado son capaces de apaciguarlo.
En Río de Janeiro, las relaciones del candidato presidencial del PSL con las milicias eran ampliamente conocidas mucho antes de las elecciones de 2018. Y eso no fue suficiente para evitar que obtuviera el 68% de los votos en ese estado.
Por lo que indica la investigación, la población brasileña tampoco parece preocuparse mucho por el “caso Queiroz”, la “fantástica tienda de chocolate” de Flávio Bolsonaro y el escándalo de apropiación de los sueldos de los empleados de Flavio Bolsonaro cuando era diputado de estado en Río de Janeiro. ¿Contribuyó para esto la naturalización del fascismo y el odio? Sin ninguna duda.
Y si incluso eso no compromete la popularidad del clan Bolsonaro, así como hay un acuerdo en los sectores que dominan el Congreso de que no se debe abrir el proceso de juicio político contra el presidente, la disputa en 2022 lo verá como favorito para la reelección o, al menos, como un candidato muy competitivo y con presencia garantizada en el balotaje.