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Francisco versus el neoliberalismo. ¿Tormenta de primavera o algo más?

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Las críticas de Milei al Papa Francisco y su agenda social han tenido presencia en el año electoral. Para el candidato, ¿el problema es solamente el Papa o hay algo más? Un análisis de Aníbal Torres y Diego Mauro

Por Revista Zoom

Las encendidas críticas del candidato presidencial por La Libertad Avanza (LLA), Javier Milei,  al papa Francisco han generado repercusiones tanto en Argentina como en el resto del mundo. Lo que llama la atención de los medios de comunicación en diferentes países es, ante todo, la virulencia de las declaraciones. En una entrevista, Milei llamó al papa Francisco “zurdo HDP” y lo acusó de “pregonar el comunismo por el mundo”. En otro reportaje lo definió como “el representante del maligno en la casa de Dios”. Si bien en la previa de las elecciones nacionales del 23 de octubre y en las últimas semanas intentó bajar los decibeles de la confrontación, en su entrevista con Tucker Carlson lo acusó de “estar del lado de dictaduras sangrientas”, además de que  figuras de su entorno enroladas en el catolicismo liberal llegaron a pedir “suspender” las relaciones diplomáticas con el Vaticano. A pocos días de las elecciones, Francisco recogió el guante y en una entrevista concedida a Bernarda Llorente planteó su preocupación por las salidas mesiánicas en política y especialmente por las encabezadas por arribistas sin historia ni pasado, a los que definió como “flautistas de Hamelín”. En Argentina, todo el mundo entendió que esas metáforas aludían al candidato de la LLA.

En este contexto, el mismo día de las referidas elecciones presidenciales en Argentina, el director del Diario Perfil, Jorge Fontevecchia, publicó una nota de opinión en la que retomaba las conclusiones del debate que él mismo había moderado en 2022, entre el dirigente político Juan Grabois y Javier Milei. En aquella ocasión, Fontevecchia presentó el debate como la confrontación entre dos escuelas económicas y sociales: la Vaticana y la Austríaca. En su nota de octubre volvió sobre esa idea: el problema de Milei, en realidad, no es el papa Francisco sino el catolicismo social surgido en la segunda mitad del siglo XIX y enriquecido por diferentes encíclicas y pronunciamiento de todos los papas a lo largo de más de 130 años de Magisterio Social Pontificio. Aunque la etiqueta de escuela Vaticana puede resultar algo exagerada y habla más de la agudeza periodística de Fontevecchia que de la historia misma de la Doctrina Social Católica, la hipótesis es, en cierto modo, correcta. Lo decía ya el sociólogo Michael Löwy en Guerra de Dioses cuando argumentaba, retomando conceptos de Max Weber, que el catolicismo y el capitalismo tenían una relación de “afinidad negativa”. Dicho en otros términos: que entre ambos no podían dejar de producirse fricciones, roces y chispas porque tenían concepciones opuestas de la sociedad y el ser humano. Durante buena parte del siglo XX, al calor de la geopolítica mundial y la planetarización de la cuestión social, la oposición al comunismo soviético contribuyó a que esas tensiones quedaran en segundo plano, pero en nuestros días, cuando la hegemonía neoliberal se ha difundido a todas partes del mundo y los partidos comunistas viven solo en los libros de historia (con excepción de China y Cuba, aunque esas son otras historias), los roces y las rispideces entre ambos parecen volver o ocupar el centro de la escena. Milei ha señalado una y otra vez que, en su opinión, la justicia social lejos de ser el principio rector de la sociedad, según postuló Pío XI con la encíclica Quadragesimo Anno (1931), es una forma de robo. Más aún, el candidato se ha mostrado opuesto a toda legislación social o regulación estatal sobre las relaciones capital-trabajo. Como se sabe, esto constituye el ABC del catolicismo social de León XIII, condensado en la encíclica Rerum Novarum, espaldarazo para el sindicalismo basado en la idea de conciliación de clases y columna vertebral de la Doctrina Social de la Iglesia. Milei niega, además, conceptos sociales y jurídicos elementales del catolicismo como la función subsidiaria del Estado y las nociones de comunidad organizada o pueblo y, en un revival del discurso thatcherista de los años ochenta en Inglaterra, pone entre paréntesis la propia existencia de la “sociedad”. En su lugar postula un homo economicus abstracto, basado en una antropología elemental nutrida por los postulados de la Teoría de la Elección Racional. De manera que para el candidato de LLA solo existirían individuos, mercancías y tasas de capitalización, según su fe ciega en el mercado y un liberalismo económico a ultranza existente solo en los libros de teoría. Una mitología en la que no creen ni sus formuladores. Así, sin saberlo, le da la razón en cierto modo a Francisco cuando afirma que “la realidad es superior a la idea”.

En un programa de televisión de hace unos meses, fiel a su estilo de barricada, Milei abordó una vez más el tema y definió a la justicia social como mera envidia y agregó: “La envidia es un pecado capital, habría que informarle al imbécil ese que está en Roma, que defiende la justicia social, que sepa que es un robo y que eso va contra los mandamientos”. En el debate presidencial antes de la segunda vuelta electoral, y arrinconado por el candidato oficialista, atemperó la crítica hacia el Papa pero reiteró su desacuerdo con la noción de justicia social.

En el fondo, la pregunta que resuena tras las agresiones de Milei a Francisco es: ¿puede el liberalismo, al menos en la versión de la Escuela Austríaca, tal como la imaginaron a mediados del siglo XX filósofos como Ludwig Von Mises y Friedrich Hayek, armonizarse con el cristianismo católico como doctrina y discernimiento social? De hecho, podríamos ir más allá y preguntarnos si es factible la alquimia entre cristianismos y neoliberalismos. Al menos en teoría, es una tarea difícil. Dicho en palabras de Fontevecchia: el problema no es el papa Francisco, sino la Escuela Vaticana. Es decir, el corpus sistemático de principios y nociones (epistemológicamente ubicado en el campo de la teología moral católica) y el método específico que lo nutre: ver-juzgar-actuar, cuya inculturación en diferentes contextos es enfatizada por Francisco desde la noción jesuita de considerar “tiempos, lugares y personas”. Una reorientación metodológica que, cabe recordarlo en la perspectiva de Juan Carlos Scannone, se imprimió a la Doctrina Social de la Iglesia en tiempos del Concilio Vaticano II. Frente a esto, la Escuela Austríaca y su praxeología plantea una pura abstracción a-histórica, al modo de la formalización matemática.

Por tanto, en tal sentido, se hace evidente que el problema, en este caso, también es Francisco porque sus encíclicas se nutren precisamente de una forma situada de pensamiento desde el que alienta una renovación del catolicismo social basado en una recuperación de los Padres de la Iglesia. Es decir, la tradición que bebe del Evangelio de Jesús y se proyecta al actual Magisterio Pontificio. Para los neoliberales tanto dentro como fuera de Argentina, todo esto es sencillamente “izquierdismo”. Lo dijo con todas las letras Alberto Benegas Lynch (h), para quien Fratelli tutti es un documento netamente “comunista”, acusando al Papa de apartarse de la “sana doctrina”. En este punto, las preguntas se acumulan. ¿Puede el liberalismo de la Escuela Austríaca convivir con el catolicismo social? ¿Qué propone Francisco en términos sociales y cómo dialoga con los papados anteriores y los actores sociales y políticos? ¿Hasta qué punto la llamada Escuela Vaticana da cuenta del núcleo ético social del cristianismo, coincidiendo con los posicionamientos de las diferentes denominaciones cristianas?

Fraternidad y política

En sus dos principales encíclicas, Laudato si’ Fratelli tutti, inspiradas en el diálogo personal que el Papa tuvo con referentes del ámbito ecuménico e interreligioso, Francisco realiza una lectura novedosa de la doctrina social de la Iglesia. Por supuesto, como suele suceder en cualquier institución que se considera la manifestación de dogmas invariables pero que se desarrollan en la historia, Francisco subraya las continuidades con los papados anteriores. Pero, más allá del recurso retórico, sus diferencias con el catolicismo social e incluso con la teología argentina del pueblo son políticamente importantes. En este aspecto, aunque desde la vereda de enfrente, coincidimos en parte con la lectura de Alberto Benegas Lynch (h), para quien el Papa decidió dejar atrás la doctrina social de la Iglesia para abrazar un anticapitalismo más profundo. Si bien exagerada y sorda a la idea de fraternidad y amistad social, la interpretación de los neoliberales no deja de tener algo de verdad. En primer lugar, porque, si leemos con atención los escritos de Francisco, lo que propone el Papa, en sintonía con los primeros tiempos del cristianismo y a partir de la noción de discernimiento comunitario, es, nada más ni nada menos, que pensar más allá de la idea de conciliación de clases, la columna vertebral del pensamiento sobre la cuestión social de la Iglesia católica.

Francisco, además, arremete contra uno de los dogmas de fe neoliberales: la propiedad privada. Sin eufemismos, el papa opta por ir directo al hueso y cita a san Juan Crisóstomo para quien “no compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida” y a san Gregorio Magno quien argumenta que “cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les damos nuestras cosas, sino que les devolvemos lo que es suyo”. Por si quedaban dudas afirma: “Siempre, junto al derecho de propiedad privada, está el más importante y anterior principio de la subordinación de toda propiedad privada al destino universal de los bienes de la tierra y, por tanto, el derecho de todos a su uso” (Fratelli tutti, 119 y 120).[1] Si bien, es cierto, se trata de una postura tradicional en el catolicismo, la contundencia con que Francisco la recuerda en el contexto actual no deja de ser un hecho político en sí mismo. No nos confundamos, los neoliberales lo leen sesgadamente pero su preocupación tiene bases muy ciertas.

En este sentido, también al interior de la Iglesia, desde el punto de vista de la doctrina social, su postura resulta desafiante puesto que tensiona uno de los pilares del catolicismo social delineado a finales del siglo XIX. Allí, la Iglesia había acordado que la propiedad era un pilar intocable de la sociedad, resultante de la natural existencia de desigualdades sociales y que, por ende, no era algo históricamente coyuntural o reemplazable. Por supuesto, esas desigualdades tenían que mantenerse dentro de ciertos márgenes, lo que se plasmó en la idea justicia social. El principio que Milei aborrece. En Fratelli tutti, cuya clave hermenéutica para la transición de un mundo “cerrado” a uno “abierto” se encuentra en la parábola evangélica del Buen Samaritano (Capítulo 2),  Francisco propone comenzar a pensar más allá incluso del principio de la justicia social. y para lograrlo propone partir de las periferias y del amor político, que debe buscar el bien del pueblo.

Neoliberalismo y periferia

Vale la pena detenerse un momento en este punto, porque para Francisco, neoliberalismo y periferia se implican mutuamente: el primero convierte tendencialmente a todos en habitantes de alguna periferia. Por tanto, desde esta perspectiva, lo periférico y marginal no se componen solo de quienes efectivamente viven en las periferias geográficas o existenciales, sino de todos aquellos que de un modo u otro participan de la economía social y de formas no capitalistas de producción. En esta clave, a diferencia de lo que ocurría con la idea de justicia social gestada por los católicos sociales y reelaborada por la teología del pueblo en el siglo XX, los horizontes utópicos del cristianismo de Francisco ya no parecen conservar para el capitalismo y las clases sociales ningún lugar lógico necesario en el futuro. Por el contrario, sus definiciones promueven una progresiva disolución de las clases sociales desde adentro, buscando las fronteras interiores del capitalismo en beneficio de nuevas formas cooperativas y autogestivas de producir, consumir y convivir capaces de hacer realidad efectiva la fraternidad para el cuidado de la Casa Común, concreción del Reino de Dios ya presente pero todavía no consumado, proyecto de liberación integral que, en sus términos, salva la historia humana y la trasciende desde dentro. El principio y fundamento de las ideas fuerza con la que Francisco, como estratega del Reino, busca reconstruir una utopía cristiana en los bordes del capitalismo contemporáneo, priorizando a los pueblos y sus culturas, considerados sujetos de derecho. En el escenario geopolítico actual, no obstante, el papa apoya las políticas a favor de las cuatro T (Tierra, Techo, Trabajo y Tecnología) y aquellas que, más moderadas, alientan un capitalismo de rostro “humano”, un Green New Deal en los términos de la izquierda demócrata en Estados Unidos, pero dejando en claro tanto en sus encíclicas como en sus intervenciones en los encuentros mundiales con los movimientos sociales y populares, como subraya Juan Grabois en Argentina, que ya no alcanza, ni debería alcanzar, con retornar a la economía de consumo y redistribución de los años dorados del capitalismo bajo el Estado Social y Democrático de Derecho.[2] Por el contrario, hay en Francisco una preocupación por alentar la exploración de diferentes posibilidades, en las que se oyen algunas notas decrecionistas en materia económica, así como una clara reivindicación de las lógicas cooperativas a la hora de organizar la esperanza a partir del trabajo digno, según experiencias de salvación comunitaria desde lo que entiende como opción “con” los pobres. 

La furia de Milei

A la luz de estas consideraciones es preciso entender que los arrebatos de ira de Milei contra Francisco, como señalamos ya en otros análisis[3], no son un mero recurso propagandístico, de esos que diseñan los asesores de marketing político. Tampoco un mero exabrupto, como los que suele lanzar en los momentos en que pierde los estribos. Milei ataca a Francisco porque le preocupa la “metafísica de la fraternidad” que defiende y que, más allá de la infinidad de cristianismos existentes (con los cuales el Papa busca tender puentes, desde el diálogo ecuménico, proyectándose incluyo al diálogo interreligioso), está en el corazón del Nuevo Testamento. Por eso, en estos más de diez años, Francisco ha profundizado los lazos entre la Iglesia católica y los protestantismos históricos (sin descuidar los vínculos tanto con la ortodoxia cristiana como con el judaísmo y el islam) y ha evitado volver a condenar al comunismo. Por el contrario, ha señalado que los comunistas y los socialistas, las izquierdas en sentido amplio, se inspiran en ideas cristianas aunque, eso sí, con errores. El principal de ellos el haber secularizado, léase sustituido, el fundamento religioso de la idea de igualdad por argumentos científicos y postulados teleológicos. Una hipótesis y una estrategia que, más allá del debate teórico y político que suscitan, no ha logrado los resultados esperados, facilitando el avance de ideas de extrema derecha como las de Javier Milei en Argentina. Lo cual, por otro lado, ha acotado el margen de maniobra para propuestas más moderadas como las del candidato de Unión por la Patria, Sergio Massa, quien en los debates presidenciales solicitó que Milei pidiera disculpas públicas por sus invectivas hacia el Papa. Más aún, el candidato-ministro ha expresado que comparte el anhelo (impulsado por muchos sectores) de que Francisco visite su país natal.  

En síntesis, Fratelli tutti puede interpretarse entonces como una apuesta por restituir el fundamento metafísico/teológico de “la mejor política” (Capítulo 5) ante la constatación que sin una idea de Dios, entendido como un principio externo y fundamento débil de una totalidad abierta (en los términos de la teóloga Emilce Cuda y su diálogo interdisciplinar con la teoría política posfundacional), no hay forma de defender lógicamente los principios de igualdad y fraternidad frente a la transición que impone el avance y transformación del capitalismo global y el surgimiento de nuevas derechas cada vez más radicales. “Sólo un dios puede aún salvarnos”, dijo Martin Heidegger en su última entrevista. También Walter Benjamin estaría de acuerdo. En efecto, sin la postulación trascendente de un vector exterior que introduzca la idea de fraternidad ¿por qué debería considerarse la igualdad de derechos un valor en sí mismo? Francisco lo dice, además, sin eufemismos ni medias tintas: “La razón, por sí sola, no consigue fundar la hermandad […] Solo la conciencia de hijos de Dios”, argumenta, “puede asegurar la fraternidad” (Fratelli tutti, 273). Y esto no debería considerarse una mera quimera, porque a diferencias de las religiones del lejano Oriente, el cristianismo moldeó una cultura en la cual al concebir la coincidencia entre esencia y existencia, propone asumir la vida personal y comunitaria como proyecto histórico-salvífico. Un supuesto, qué duda cabe, diametralmente opuesto a los postulados antropológicos de la Escuela Austríaca. Por eso, si bien el Reino de Dios es desde un punto de vista teológico tanto un don como una tarea, la renovación que impulsa Francisco supone una interpelación social y política lo más inclusiva posible (“todos, todos, todos”) a construirlo empezando aquí y ahora.

En nuestros días es difícil saber qué tanto logrará consolidarse la propuesta de Francisco tanto dentro como fuera de la Iglesia, pero, al margen de eso, está claro que el neoliberalismo tiene en los cristianismos y especialmente en el católico un problema. Por el momento no es sencillo mensurar su magnitud. Para intelectuales neoliberales como Alberto Benegas Lynch (h) se trata apenas de una piedra en el zapato. A los sumo una tormenta pasajera, como las de primavera. Francisco en algún momento partirá de este mundo o se verá obligado a renunciar debido a su edad y entonces ellos podrán zurcir neoliberalismo y catolicismo. En teoría, y en los libros, cualquier alquimia es posible. No obstante, como subrayamos en este artículo, las tensiones, aunque agudizadas por Francisco, no remiten solo a su papado sino que derivan del núcleo mismo del cristianismo (y no sólo del católico). Tal vez sea solo una piedra en el zapato, es cierto, pero tal vez sea algo más. El futuro dirá si luego de Francisco, la “primavera” que suscitó no retrocede a un “invierno” intra y extra eclesial…

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