por Mariano Kestelboim¹
En sintonía con un período de importantes cambios políticos y económicos mundiales, los 30 años del MERCOSUR transitaron ya por muy variadas etapas, con momentos tanto de esplendor como de estancamiento y también de retroceso.
La caída del Muro de Berlín en 1989 y, en consecuencia, la consolidación de Estados Unidos como superpotencia global, implicó transformaciones muy dinámicas. Las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, desarrolladas en gran medida por parte del sistema científico público norteamericano en el marco de la carrera armamentística y aeroespacial con la Unión Soviética, fueron orientadas a la explotación comercial y al negocio financiero privados, lo cual significó un impulso económico extraordinario desde principios de los años noventa, con epicentro en Estados Unidos.
Los cambios políticos y tecnológicos impactaban también en la organización productiva global nutriendo la acelerada industrialización asiática y, en particular, la de China. Las fábricas orientales, apoyadas en niveles de economías de escala inéditos, posibilitados por las nuevas tecnologías de control de la producción y distribución y los sistemas de endeudamiento crónico a nivel público y privado, proveían a crecientes mercados de consumo masivo. En ese escenario, las organizaciones políticas de Argentina y Brasil primero saldaban una rivalidad histórica y luego confluían con las de Uruguay y Paraguay para dar origen al MERCOSUR, en marzo de 1991.
Se creaba un bloque económico, orientado en especial al desarrollo comercial, que crecía rápidamente a imagen y semejanza de la entonces Comunidad Económica Europea que poco tiempo después se transformaría en la Unión Europea.
En esos años de auge económico regional y mundial, el MERCOSUR se convirtió en una plataforma de inserción internacional con creciente capacidad y amplio consenso respecto a su aceptación como canal fundamental de inserción internacional. A la par del crecimiento de sus Estados Partes, el comercio intrarregional ascendía aceleradamente y la gran apertura generalizada de las economías a bienes, servicios, inversiones y tecnologías externas que previamente eran impensables consolidaron el entusiasmo por la integración.
El fuerte crecimiento de los mercados internos en los primeros cuatro años del bloque compensaba el raudo aumento de las importaciones. La destrucción de fábricas y empleos industriales y la precarización laboral en esos años era moderada por el desarrollo de nuevas actividades de servicios. A su vez, el incremento de la desigualdad distributiva y de la dependencia externa que los modelo aplicados en la región generaban no provocaban aún problemas de gobernabilidad irresolubles. Recién en la segunda mitad de los años noventa comenzaron a aflorar dificultades macroeconómicas significativas que el fluido acceso a bienes y servicios externos ya no conseguía disimular. Pero, a pesar de la fragilidad y rápido contagio de las economías del bloque a crisis originadas extra zona, el éxito de la integración regional no estaba bajo discusión. Ni siquiera la recesión de la economía brasileña, iniciada a fines de 1998, que terminó hundiendo la convertibilidad en nuestro país y llevando a la peor crisis nacional en 2002, provocó un replanteo sobre la necesidad de seguir configurando un bloque común con nuestros socios regionales. De hecho, en el año 2000, los Estados Partes reafirmaron el compromiso de negociar en forma conjunta acuerdos comerciales con terceros mercados, más allá del interés de sectores de poder de Paraguay y de Uruguay que insistían con abrir espacios de negociación por fuera del espacio regional.
Con la asunción de gobiernos comprometidos a trabajar por la recuperación productiva y del tejido social tras la crisis neoliberal de fines de los noventa y principios del siglo XXI, se inició una nueva era en Sudamérica y en particular en el MERCOSUR. Comenzó la construcción de un bloque que se volvió único en América Latina por buscar una integración que sumó a la promoción del comercio, a la garantía la paz entre nuestros pueblos y a la defensa de la democracia, otros objetivos y valores compartidos, como la búsqueda de la soberanía, del respeto a los derechos humanos, de la inclusión social, de la solidaridad y del desarrollo productivo.
Ahora bien, también en esos años fue relevante el drástico cambio de los términos de intercambio a favor de los precios de los commodities y en detrimento de los precios de los bienes industrializados de menor sofisticación tecnológica y dependientes de mano de obra poco calificada para su elaboración y también otros que requerían elevadas economías de escala. Así, si bien ese cambio implicó un muy significativo ingreso de divisas a la región, también provocó un progresivo desmantelamiento y retraso en capacidades productivas. La expansión industrial y comercial asiática, más allá de ciertos esfuerzos a través de políticas públicas para intentar sostener los entramados productivos industriales especialmente en Argentina, desalentaba la actividad fabril regional.
La finalización de esa etapa de bonanza de los precios de los recursos naturales hace cerca de 10 años coincidió con el progresivo arribo al poder de gobiernos que dejaron a un costado el interés de formar una integración profunda en términos sociales y políticos. Las nuevas administraciones privilegiaron la búsqueda de acuerdos con economías con un desarrollo tecnológico mucho más avanzado y agresivas comercialmente que, por lo tanto, tendían a acentuar el sesgo agroexportador de nuestras estructuras productivas.
El gran desafío actual es recuperar el espíritu de integración amplia en un escenario donde el progreso comercial y económico se ha vuelto muy dependiente del desarrollo de plataformas regionales que cuenten con una organización resuelta y ágil para responder ante los cambios cada vez más intensos y dinámicos que impone la nueva realidad de la organización mundial política, económica y social.
¹ Representante Permanente de Argentina para MERCOSUR y ALADI