Por Mariana Vazquez [1]
Todavía resuenan los cánticos de la jornada del 24 de marzo; todavía están en nuestra retina las bellísimas y potentes imágenes del pueblo argentino que, como año tras año, dijo nuevamente NUNCA MÁS. Sólo dos días después del aniversario del último golpe de Estado en la República Argentina, se cumple un nuevo aniversario de la creación del MERCOSUR. El 26 de marzo de 1991 Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay lo fundaban en Asunción. 32 años, de los 40 de la democracia argentina. Es un aniversario especial; tiene lugar en el año en el que conmemoramos una década más de la recuperación de la democracia. Es inevitable la reflexión sobre el vínculo entre integración regional y democracia en la historia reciente de nuestro país y de la región. Justo sea decir, un vínculo previo a la creación del bloque cuyo aniversario se relata.
Es habitual el uso de la expresión “integración del Plan Cóndor”, por contraposición con la integración posterior, para dar cuenta de aquel lugar y tiempo al que se dice NUNCA MÁS, para dar cuenta de la siniestra articulación del terrorismo de Estado entre los países del Cono Sur de América. En 1975, Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay creaban la Operación Cóndor, un sistema de coordinación de la represión. En 1992 se hallaban en Lambaré, Paraguay, los “archivos del terror”. Estos documentos demostraban fehacientemente la existencia de esta Operación, el intercambio de prisioneros e información sobre las aberrantes violaciones a los derechos humanos. La “integración” tenía en aquellos tiempos de la Guerra Fría el objetivo de instalar un proyecto político y económico de subordinación en el plano internacional, y de quiebre democrático, desmantelamiento del Estado de derecho, exclusión y pérdida de derechos en el plano doméstico. Paradójica coordinación represiva o del terror entre gobiernos de facto que, geopolítica de patrias chicas mediante, veían por momentos a los vecinos como sus principales enemigos, siendo esa supuesta amenaza también una pretendida fuente de su propia y falaz legitimación.
La democratización y la integración regional han sido dos procesos intrínsecamente relacionados que, a mediados de los 80s, transformaron la geografía política y económica regional. Es indudable que el fortalecimiento de la democracia reconquistada se encontraba entre los objetivos principales del hecho político de la integración. Asimismo, las primeras conquistas de esta nueva ola integracionista tuvieron que ver con su contribución con la consolidación democrática, con la reconfiguración de Sudamérica como una zona de paz, a partir del desmantelamiento de las hipótesis de conflicto, y con la conformación de un espacio de concertación política como base para la estabilidad regional. Los primeros ámbitos de concertación y cooperación tuvieron lugar de manera bilateral. Es emblemático en ese sentido el encuentro entre Raúl Alfonsín y José Sarney, presidentes de Argentina y Brasil respectivamente, el 30 de noviembre de 1985 en Puerto Iguazú.
La década del ´90, marcada por el fin de la Guerra Fría, el denominado pensamiento único y el Consenso de Washington, daría lugar a democracias formales y proyectos políticos excluyentes y, en el caso de la República Argentina, también a una subordinación denominada “relaciones carnales” con respecto a EEUU. En ese marco nació el MERCOSUR, en 1991, una integración de mercado, paraguas jurídico internacional de reformas estructurales profundas en sus Estados partes. No obstante, y en relación a la “cuestión democrática”, cabe resaltar la firma del Protocolo de Ushuaia sobre Compromiso Democrático, en 1998.
La segunda década del MERCOSUR encontró a este esquema de integración en un contexto de cambios políticos sustantivos en sus Estados Partes y en la región. El nuevo ciclo se inauguraría con la llegada de Hugo Chavez Frías al poder en Venezuela en 1999 y, en el bloque específicamente, con el triunfo electoral de Lula da Silva y Néstor Kircher. Ambos asumieron como presidentes en 2003. La integración regional recuperaba su sentido político de ampliar espacios de autonomía en la inserción internacional, fortalecer la democracia, en esta etapa en un sentido más sustantivo, y se reflejaba también en el bloque en el proceso de ampliación de derechos que tenía lugar a nivel de cada uno de los países. En este período el sentido dado a la “cuestión democrática” en el MERCOSUR fue diferente, a partir de la ampliación de las bases de la representación política con la creación del Parlasur y de los espacios de participación social. Asimismo, y por fuerte iniciativa de la República Argentina, se creó a partir de 2004 un entramado institucional regional para la coordinación de políticas de derechos humanos. Se destacan la Reunión de Altas Autoridades en Derechos Humanos y Cancillerías del MERCOSUR y el Instituto de Políticas Públicas en Derechos Humanos del bloque, situado en la Ex ESMA, República Argentina.
A partir del golpe de Estado a Fernando Lugo en junio de 2012, se iniciaría en el bloque un período de gran retroceso en la integración con perspectiva autonómica y, asimismo, en el camino hacia una democracia sustantiva en los Estados Partes y en el esquema de integración. Algunos hechos emblemáticos de este nuevo sendero son: la suspensión ilegal de Venezuela del MERCOSUR, la suspensión por un decreto de Mauricio Macri de las elecciones para el Parlasur en Argentina, violando una ley nacional, la Constitución y el derecho del MERCOSUR, suspensión no suficientemente denunciada; la suspensión de las Cumbres Sociales del MERCOSUR, que tenían lugar semestralmente desde 2006; y la propuesta del gobierno argentino, retomada luego por el gobierno de Jair Bolsonaro, de desmantelamiento del andamiaje de coordinación de políticas de derechos humanos del bloque, a partir de una perversa combinación de argumentos negacionistas y de ajuste fiscal. Este retroceso no ha podido revertirse aún de manera sustantiva. La llegada de Luiz Inácio Lula da Silva nuevamente al gobierno en Brasil permite avizonar un sendero más auspicioso.
Cabría preguntarse cuál es cuál debería ser hoy en día la relación entre integración regional y democracia, en un momento en el cual las democracias en la región vuelven visiblemente a estar amenazadas en lo que algunos y algunas han denominado un nuevo Plan Cóndor. La matriz que encuadra esta amenaza (law fare, golpes blandos, golpes tradicionales y sigue la lista) abarca, una vez más, a una geografía que trasciende las fronteras nacionales.
Si es correcto que en nuestra experiencia reciente hay una vinculación intrínseca entre democratización e integración regional, tal vez también sea válida la intuición de que la consolidación de la unidad sudamericana podría contribuir a disminuir eventuales nuevas hipótesis de conflicto y fortalecer la estabilidad política y la paz en la región. Éstas parecerían ser condiciones necesarias, si bien no suficientes, para la estabilidad democrática. Sin embargo, no cualquier integración basta. Es preciso promover una integración para la soberanía, la inclusión y la democracia, con fuerte protagonismo popular en todas sus instancias, sin mafias ni proscripciones, y que no permita ningún tipo de injerencia en la autodeterminación de los pueblos de esta región del mundo.
[1] Profesora de la Universidad de Buenos Aires, la Universidad Nacional de Avellaneda y el Instituto del Servicio Exterior de la Nación, Argentina. Integrante del Observatorio del Sur Global