por Celso Amorim¹
La pregunta que sirve de título a esta breve nota me fue hecha por una periodista brasileña mientras nos desplazábamos hacia un helicóptero en Ouro Preto, en diciembre de 1994, al finalizar la Cumbre en la que fue firmado el famoso protocolo sobre la estructura institucional del MERCOSUR y se establecieron las bases de la Unión Aduanera.
Habiendo participado activamente de la construcción de ese proyecto, es una pregunta que hasta hoy me hago, sobre todo cuando percibo ciertas visiones equivocadas.
En cierta forma, estuve presente en ese proceso, “antes mismo de que comenzara”, para parafrasear a un personaje de la famosa película de Orson Welles, “El ciudadano Kane”. Cuando José Sarney y Raúl Alfonsín ensayaban los primeros pasos de la aproximación Brasil-Argentina, yo trabajaba en el recién creado Ministerio de Ciencia y Tecnología, como asesor del Ministro Renato Archer, primer titular de esa cartera. Fui jefe, entonces, de la delegación brasileña en una reunión en Foz de Iguazú/Puerto Iguazú, en 1985, en la que se discutió, por primera vez, la cooperación entre los dos países en biotecnología.
En aquella ocasión el jefe de la delegación argentina, Embajador Junovsky, y yo, no nos limitamos al tema técnico que teníamos en frente. Hablamos también de la importancia de los entendimientos en el área nuclear que, años más tarde, resultarían en la creación de la ABACC [Agencia Argentino Brasileña de Contabilidad y Control de Materiales Nucleares], un modelo de instrumento en materia de creación de confianza en un área especialmente sensible.
Ya en el inicio de los años 90, como director del área económica de Itamaraty, vi la idea de la integración florecer, con un involucramiento creciente de Uruguay y de Paraguay. Paradójicamente, la gran potencia del norte contribuyó con ese avance, con la propuesta de la “Iniciativa para las Américas”, idealizada por el presidente Bush senior. La propuesta, que tenía por objetivo contraponerse a la “fortaleza europea”, nos puso en la disyuntiva de unirnos de forma más sólida para negociar en conjunto o sucumbir a la tentación de buscar ventajas individuales de forma fragmentada, siguiendo el esquema de distribución de centro y radios (hub and spoke), preferido por Washington. Hasta hoy recuerdo la sorpresa del negociador norteamericano cuando insistimos en cambiar la configuración de la mesa de reuniones de una sala del Departamento de Estado. Al formato de pentágono propuesto, contrapusimos un nuevo formato que claramente demostrase que no se trataba allí de una negociación de cinco países, sino de un modelo 4+1, en el cual los cuatro países que conformaban el MERCOSUR hablaran con una sola voz. La necesidad de mantener ese frente común aceleró la opción por la creación de una Unión Aduanera, adoptada en el Tratado de Asunción, en 1991, y en los acuerdos de Ouro Preto, en 1994.
La opción por una integración más profunda, hasta hoy marcada por fallas y perforaciones, no fue casual. Ella espejaba los valores e ideales que inspiraron a los promotores iniciales de la integración en el sur de nuestro continente, sobre todo la consolidación de la paz y de la democracia, vista como una tarea común.
De manera diferente de las áreas de libre comercio, las uniones aduaneras implican una decisión política trascendente en busca de un destino común. El ejemplo contemporáneo más exitoso (a pesar de retrocesos como el BREXIT) es el de la Unión Europea. Históricamente, sabemos de la importancia del Zollverein en la construcción de la unidad alemana. Aunque no vislumbremos, en el corto plazo, ir tan lejos, todos los que hablamos de “Patria Grande” tenemos la responsabilidad de celar por los instrumentos y mecanismos que la tornen posible.
No fue un camino fácil. A lo largo del proceso que llevó a Ouro Preto, hubo la tentación de crear un “MERCOSUR a dos velocidades”, en el cual los dos países menores tendrían una participación diferenciada (e, implícitamente, inferior) en la construcción del MERCOSUR. Felizmente, la visión política prevaleció sobre consideraciones económicas de corto plazo.
Los fundadores del MERCOSUR percibían el alcance amplio de la iniciativa. La idea de que la nueva entidad pudiese ser el embrión de una integración que abrazace a toda América del Sur, como un área de paz y cooperación, crecientemente integrada, se reflejó en la elección del nombre: Mercado Común del Sur (y no del Cono Sur, como se acostumbraba decir). Propuestas como la del Área de Libre Comercio Sudamericana (ALCSA), hecha por el presidente brasileño en una reunión del Grupo de Río, en Santiago, en 1993, caminaban en esa dirección, incluso teniendo en cuenta las limitaciones y dificultades generadas por visiones distintas de la manera como los países deberían insertarse en el comercio internacional. Algunos periodistas percibieron el sentido político de la propuesta y se referían al ALCSA como una alternativa al ALCA, la versión de Bill Clinton de la Iniciativa Bush, que entonces se esbozaba.
El acuerdo marco entre el MERCOSUR y la CAN, en 2004, lanzó las bases comerciales en las que reposaría la Comunidad Sudamericana de Naciones (CASA), formalmente aprobada en Cuzco y posteriormente rebautizada y fortalecida, como UNASUR. Los avances en áreas como coordinación política, mediación de conflictos, salud y defensa, entre otras, fueron notables. Tales progresos, entre tanto, no habrían ocurrido sin el impulso dado por el MERCOSUR, indiscutiblemente el “motor” principal de la integración sudamericana.
La fuerza del MERCOSUR proviene, en gran parte, del hecho de que se presenta al mundo como un bloque. Sería muy triste ver al MERCOSUR retroceder hacia una mera área de libre comercio, de menor consistencia política. Tal retroceso simbolizaría el abandono del gran sueño de una verdadera Unión Sudamericana, impulsada por su polo más dinámico. No se construye una Patria Grande con ideas pequeñas.
¹ ex ministro de Relaciones Exteriores de Brasil (1993-1994 y 2003-2010) y ex ministro de Defensa (2011-2014).